La mendiga.

La veo cada día, hecha una bola en el suelo. Sucia, y despeinada, moralmente pisoteada y físicamente vencida. Probablemente más joven de lo que su mirada preocupada aparenta, y menos feliz de lo que quiero creer.

Apenas la oigo hablar. Repite siempre las mismas frases, en voz lo suficientemente alta para que las oigamos pero lo bastante baja para que no hieran su orgullo.

La encuentro a horas indeterminadas y aleatorias,  y en eso ella y yo nos parecemos. En la puerta del supermercado, arrebujada en el suelo, a veces extendiendo una mano, casi siempre con los brazos cruzados en un abrazo ensimismado. No la acompañan carteles que expliquen quien es ni cómo ha llegado allí.

La veo todos los días. Yo, y los otros muchos ojos que pasan por encima de ella vemos lo mismo: la escena incansable de un esfuerzo que imaginamos inútil. Algunos pasan rápido para no verla, otros aminoran el paso para mirarla y a lo mejor darle una moneda mientras ella murmura un gracias, algunos nos la llevamos a casa en las entrañas.

Y ella a su casa lleva el poco dinero que puede conseguir. Lo lleva hasta un hogar que yo ni puedo imaginar, pero donde quizá la esperan otras almas pisoteadas que durante el día deambulan por las calles de esta ciudad que son las mismas para todos.

Almas que a la noche se refugian de las miradas como la mía. Comparten lo poco que han obtenido, y algunas frases cálidas en voz alta. Y quizá rían, y quizá se abracen, y quizá hagan el amor.

Y cada día la veo y la miro, y cada vez me parece más pequeñita.
O tal vez día a día mis tacones son más altos y mi mirada más fría.

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